Confusión. Algo pasa, pero no consigo adivinar exactamente qué. No puedo ver con claridad, tengo los ojos entre abiertos. Alguien me está haciendo cosquillas en la oreja y me acaricia el abdomen. Me muevo traviesa y empiezo a gritar como una niña pequeña. Entonces me giro y puedo verte. Me pellizco la mejilla para ver si es un sueño, pero no. Eres tú de verdad. Me miras con esos ojos verdes que siempre me han encantado y tu sonrisilla tímida que aumenta conforme de vas acercando a mi. Me besas. Y sin saber por qué, acude a mi mente como un vago recuerdo el día en el que nos conocimos. Era una fría tarde de diciembre en la que unas cuantas capas de ropa no venían mal. Me dirigía hacia mi cafetería favorita cuando de pronto algo me hizo impactar contra la nieve que se acumulaba en el suelo. Me giré molesta a pedir explicaciones y entonces te vi. En aquel momento toda sensación de mal humor desapareció dentro de mi, quedando solo mi timidez. Pero fue verte sonreír y me transmitiste esa tranquilidad que aún me sigues dando. Sé que muchas veces me has preguntado cuando fue el momento en el que me enamoré de ti. Pues ha llegado el momento de sincerarme, fue en el preciso instante en el que me miraste fijamente. Fue ahí cuando supe que te querría por millones de tormentas que se interpusieran entre nosotros. Y hay algo que siempre he tenido claro, y es que por ti me tomaría mil manzanas envenenadas y dormiría durante infinitos años. Porque si eres tú el que viene a despertarme con un beso en los labios, todo merece la pena y no hay tortura lo suficientemente amarga.
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